Por: Wendy Díaz
A los 17 años de edad, durante mi cuarto año en la escuela secundaria, fui expulsada junto a mi padre de una iglesia cristiana debido al color de nuestra piel. Fue una de las experiencias más humillantes y dolorosas que jamás haya vivido. Sin embargo, fue algo que fortaleció mi creencia en el Islam. Este incidente cerró para mí las puertas de la iglesia para siempre, sin embargo, me abrió las puertas a una creencia basada en la fe en un Solo Dios, en la justicia y la igualdad.
Mi familia y yo nos mudamos del estado de Maryland a Georgia. Mi padre, un veterano de las fuerzas armadas, estaba estacionado en Fort Gordon, la base militar al suroeste de la ciudad de Augusta. Esta mudanza fue inesperada porque solo habíamos vivido en Maryland por un año cuando normalmente permanecíamos en un lugar por lo menos 2 a 3 años. Estaría ingresando al 12 ° grado en una nueva escuela a diferencia de mis compañeros de clase que ya se conocían, habían tomado clases juntos y formaron fuertes amistades mientras pasaban los niveles de grado esperando ansiosamente por su graduación. Yo era una extraña en un ambiente desconocido y para una adolescente, esto era algo devastador. Más que nunca, necesitaba confiar en mi fe para superar esta dificultad.
Antes de mudarme, asistí a una iglesia cristiana no confesional con estudios bíblicos regulares los miércoles y servicio los domingos. Fui criada como católica en Puerto Rico, pero me desencanté del catolicismo por varias razones. Después de que mi padre se unió al ejército y viajamos por los Estados Unidos, había abandonado la Iglesia por completo. No fue hasta mi tercer año en la escuela secundaria en Maryland que acepté asistir a una nueva iglesia con una amiga. Ese mismo año, también conocí al Islam por medio de una amiga egipcia, cuya familia era musulmana. Observé cómo se vestían y adoraban y les hice preguntas sobre sus creencias, aunque seguí frecuentando la iglesia.
Una vez que nos mudamos, me aseguré de buscar una iglesia nueva en el área. Mi padre solía llevarme de ida y vuelta a la escuela todos los días y durante mi viaje de 20 minutos, noté una iglesia justo al lado de la carretera principal cerca de nuestra casa. Era una estructura simple de ladrillo color arena con tejas rojizas en el techo. Junto a ella, al otro lado del estacionamiento, estaba lo que parecía ser otra iglesia más pequeña con paredes de madera blanca gastada y techo gris. Parecía estar abandonada y supuse que podría haber servido a la misma congregación y haber sido reemplazada por el nuevo edificio a su izquierda.
Le pregunté a mi padre si podíamos visitar la iglesia el domingo siguiente, y aunque no compartió mi entusiasmo, estuvo de acuerdo. Cuando llegó el día, nos vestimos y nos dirigimos allí. Al llegar, vimos autos estacionados frente al edificio y parecía que el servicio ya había comenzado. Subimos por unos escalones dirigiéndonos a la puerta principal, lentamente la abrimos y miramos adentro discretamente. Los bancos estaban llenos de fieles de espaldas a nosotros mirando hacia el final de la sala donde estaba el pastor. Un caballero sentado a unas pocas filas de distancia de la puerta se voltió y nos vio de pie en la entrada e inmediatamente se levantó y caminó hacia nosotros. Me alivió verlo acercarse pensando que nos ayudaría a encontrar un asiento. Lo que sucedió después es algo que nunca olvidaré por el resto de mi vida.
En lugar de darnos la bienvenida, el caballero dijo con un fuerte acento campestre: “Si está buscando la iglesia negra, está por allá”, señalando la anticuada estructura blanca al otro lado del estacionamiento. Recuerdo vagamente vocalizar un desconcertado “¿Qué?” Una vez más, el hombre blanco y corpulento ante nosotros dijo con mucha naturalidad: “Si buscas la iglesia negra, está por allá”. Para entonces, toda la congregación nos miraba, un mar de rostros blancos con expresiones incómodas. Mi padre simplemente respondió: “Está bien”, y me agarró la mano y la apretó mientras salíamos de la iglesia y nos dirigíamos al estacionamiento. El caballero blanco nos siguió para asegurar que nos fuéramos, y nuevamente señaló el edificio blanco abandonado. Lo despedimos y asentimos con gestos, aún sin poder hablar. Miré a mi padre, con su piel canela puertorriqueña, y me pregunté si los congregantes pensaban que era afroamericano o si supieron que éramos hispanos. De cualquier manera, no éramos bienvenidos. No éramos blancos. No éramos dignos de adorar a un dios blanco junto a fieles blancos.
Me preguntaba si les hubiera importado saber que mi padre es un veterano de guerra y el hijo de un veterano de guerra, y que ambos sacrificaron sus vidas por el país que la gente llama “La Tierra de la Libertad”. Pensé en mi abuelo en Puerto Rico, en su hermosa piel color chocolate, más oscura que la de mi padre, y sus ojos color caramelo. Pensé en mí misma, una Boricua mezclada, el producto de Europa, África, y ancestros indígenas. Puede que no sea tan oscura como mi padre y mi abuelo, pero todavía soy visiblemente latina y siempre estaré orgullosa de dónde soy. No era la primera vez que había sido víctima de la discriminación desde mudarnos a los Estados Unidos, pero nunca me habían expulsado de un lugar debido al color de mi piel. Mi incredulidad se convirtió en ira y luego me dio nauseas.
Mi padre decidió que deberíamos visitar la “iglesia negra”, como había sugerido el racista. Yo estaba indecisa, ya convencida, como lo había estado antes, que la iglesia no era lugar para mí. Aparte de los aspectos de la doctrina con los que no estaba de acuerdo, también creía que había algunas inconsistencias en la práctica teológica dentro de la iglesia cristiana. Nunca entendí por qué los cristianos permitían representaciones de Dios, María, Jesús y otros profetas, cuando en la Biblia se prohibía la adoración de ídolos. Ni siquiera creía en Jesús como dios, y no creía que Dios se pareciera a un hombre. Tampoco entendía cómo una persona que era supuestamente “religiosa” podía discriminar en contra de otra persona. Poco sabía en este momento de mi vida, que lo que creía era muy similar a las enseñanzas del Islam.
A pesar de mis dudas, caminamos hacia el otro edificio con la cabeza en alto, y cuando abrimos lentamente la puerta, fuimos recibidos por la única familia que estaba allí. Era un esposo y una esposa afroamericanos con sus hijos; el esposo era el pastor. La iglesia era tan simple por dentro como por fuera. Nos presentamos y le explicamos a la familia lo que nos había ocurrido en la otra iglesia. Sacudieron la cabeza y dijeron: “Bueno, pueden quedarse aquí con nosotros”. Nos sentamos y escuchamos el sermón, pero tanto mi padre como yo ya no nos sentíamos cómodos. Una vez que subimos al auto y nos dirigimos a casa, ambos dijimos: “¡Nunca más!” Aunque creíamos en la existencia de Dios, entendimos en ese momento que nuestra fe iba más allá de las paredes de un edificio. Nos comprometimos a no buscar otra iglesia. En muchos sentidos, el hombre blanco que nos echó de la iglesia racista me echó de la religión del cristianismo para siempre.
Después de un tiempo, me puse en contacto con mi amiga musulmana y comencé a visitar a su familia a menudo. Durante nuestros encuentros, seguí haciendo preguntas sobre su fe hasta que finalmente conseguí un poco de literatura sobre el Islam. Una de las cosas que más me interesó fue la idea de un Dios no visto, que era incomparable a Su Creación. El capítulo llamado, “El monoteísmo puro,” en el Corán dice:
“Di: “Él es Alá, Uno. Alá es el Absoluto. No engendró ni fue engendrado. Y no hay nada ni nadie que sea semejante a Él”. (112: 1-4)
Estos versos simples resumen lo que ya creía sobre la naturaleza fundamental de Dios, y desacreditaban el mito de que Dios “creó al hombre en su imagen” o que Jesús era Dios o el hijo de Dios. En el Islam, las imágenes y estatuas de Dios y los profetas, como Jesús, están estrictamente prohibidas. Las creencias cristianas sobre la apariencia de Dios y las muchas representaciones de un dios blanco con cabello rubio y ojos azules son problemáticas porque alimentan el racismo y la supremacía blanca. Quizás estas actitudes son las que llevaron al hombre blanco de la “iglesia blanca” a echarnos simplemente porque nos veíamos diferentes. Cuando visité una mezquita musulmana por primera vez, lo que vi fue extraordinario: personas de todos los ámbitos de la vida, de diferentes colores y etnias, que miraban en la misma dirección, rezaban pie a pie y hombro a hombro al mismo Dios. Inmediatamente supe que este es el verdadero camino a la fe, uno de igualdad, justicia y sumisión al Creador de toda la humanidad.