Mi nombre es Martha Patricia García, tengo 27 años y soy egresada de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y actualmente soy reportera de espectáculos en un diario de circulación nacional en México. Nací en una familia católica y nunca tuve la intensión de cambiar mi religión, pero alhamdulilllah (gracias a Dios) hoy soy musulmana y soy muy feliz.

La primera referencia que tuve del islam no fue buena porque estaba basada en dos películas que me hicieron desear jamás poner un pie en ningún país islámico, particularmente Turquía que fue donde se desarrollaba una de las historias.

Solía hacer muchas amistades en Internet y estaba muy en voga la red social Hi5, ahí me hice amiga de un chico, cuyo nombre omitiré por respeto, y luego de un tiempo me di cuenta de dos cosas: era musulmán y además vivía en Turquía, eso rompió con mis esquemas.

Antes de él los musulmanes eran para mí gente fanática y retrograda, pero él no era nada de eso, al contrario: era el chico de 19 años más amable y educado que había conocido y además era muy inteligente. Pero como toda regla tiene su excepción yo quería estar segura de que él no era la excepción. No me cabía en la cabeza que las películas, los noticiarios e incluso los medios impresos mintieran. Entonces me puse a buscar musulmanes de otras partes del mundo: Argelia, Egipto, Marruecos y Arabia Saudita y todos tenían el común denominador de la buena educación, la amabilidad y la inteligencia.

El turco y yo comenzamos una relación a distancia. Él me hablaba mucho de islam y a mí me gustaba aprender, pero siempre le advertí que jamás me cambiaría de religión porque yo estaba convencida de mi fe. Cuatro meses después el “noviazgo” terminó pero aún conservaba la amistad de varios musulmanes, quienes seguían explicándome de la religión.

Todo iba bien hasta que en 2010 me dijeron que en el islam Jesús (que la paz esté con él) era un profeta, eso me ofendió tanto que me obsesioné con buscar algo con lo que pudiera demostrarles que estaban muy equivocados. Me acerqué al catolicismo y me ignoraron, luego entré a un foro cristiano donde hablaban muy mal de otras religiones y se me ocurrió compartirles que los musulmanes eran buenas personas. El administrador me dijo: “Este es un foro cristiano si no te gusta, vete”, y me fui.

Para entonces le había dado mis datos a un egipcio que se ofreció a enviarme libros en español para comprender mejor el islam, yo acepté porque no sabía que había musulmanes en México.

Recibí varios paquetes y uno de ellos parecía darme la oportunidad perfecta para “hundir” los argumentos de los musulmanes, se llama “El verdadero mensaje de Jesús”. Tomé el libro y como en él citaban la Biblia decidí cotejar uno a uno los fragmentos mencionados. Mi fé católica se desvaneció página tras página; cuando terminé el libro no sabía si era musulmana, pero sabía que ya no era católica.

La duda no duró demasiado, como cosa natural busqué en la red qué hacer para convertirse al islam y encontré la shahada: “Asshadu an la illaha il Allah, wa asshadu anna Muhammadan rusullulah” (Atestiguo que no existe divinidad excepto Allah y que Muhammad es su siervo y Mensajero). Mi corazón se agitaba con la idea de pronunciarla y lo hice, lo hice tantas veces que me la aprendí y como el católico que por reflejo se persigna cuando siente temor, yo repetía la shahada cuando algo me asustaba.

Poco después me llevé una grata sorpresa al encontrar a un musulmán mexicano en Facebook quien finalmente me llevó al Centro Educativo de la Comunidad Musulmana en Polanco, en Distrito Federal y una semana después hice mi shahada ante la comunidad.
Al principio mi familia no lo asimilaba, pero poco a poco comprendieron que había tomado una decisión muy seria y que no iba acambiar de opinión.

Una musulmana ordinaria

Uno de mis mayores obstáculos fue la ropa. Trataba de adecuar mi armario para poder seguir usando prendas que a mis ojos eran apenas islámicamente aceptables, pero lo suficientemente extrañas para que la gente me considerara “rara”.

Las batallas más fuertes fueron al principio cuando salía de casa sin hijab y tenía que jugar al súper héroe buscando algún sitio donde pudiera colocarme el velo antes de llegar a la mezquita y de regreso a casa la historia era la misma. Me molestaba la idea de responder cuestionamientos, sobre todo de mi vecina de enfrente, que fue también mi madrina de primera comunión. Un día me enviaron de mi trabajo al hotel donde se hospedaba U2 que estaba en México para dar un par de conciertos. Ese día me atreví a usar el hijab y cuando le pedí información a un policía sobre los fans que rodeaban el hotel éste me miró de arriba abajo y dijo, “No le puedo dar esa información”, eso me oprimió el corazón pero firme y educada le pregunté “¿Me está discriminando?”, mientras tocaba mi velo. Otro policía que presenció de lejos la escena se acercó y amablemente respondió a mis preguntas.
Aquel incidente puso un freno a mi intensión de usar el velo diariamente, me aterrorizaba la idea de volver a ser discriminada.

Poco a poco me fui inventando más pretextos para no usarlo pese a tener el deseo de hacerlo; mientras eso sucedía, mi ropa se iba transformando en blusas de manga larga, blusones y pantalones un poco menos ajustados. Al fin este Ramadán, alhamdulillah (gracias a Dios), comencé a usar el velo todos los días y nada pasó. La gente me acosa un poco con miradas curiosas, pero nadie ha sido grosero.

Aún hay días en que me siento tan extraña que pienso en quitarme el pañuelo, pero en seguida recuerdo que no importa cuán extraño o feo les parezca mi atuendo a las personas, yo decidí usarlo por amor a Dios. ¡Nunca más dejaré de usar mi hijab!

Otra batalla importante fue con amigos y familiares que tardaron un poco en asimilar la idea de que ya no bebo y que las fiestas ya no me son atractivas como antes. No puedo decir que perdía mis amigos porque sé que siguen ahí, aunque ya no los veo con tanta frecuencia, más bien diría que gané muchos hermanos.