Nací y crecí en Cuba, país donde a los niños se les enseña que ‘Dios no existe’ y que las religiones son ‘el opio de las masas’. Para labrarse un buen futuro uno debía aborrecer la religión como una ‘epidemia social’, ya que entraba en contradicción con la filosofía marxista del mal llamado sistema ‘socialista’.

Y aunque debíamos considerar la religión como un ‘obstáculo para la raza humana’, mi abuela calladamente mantenía sus creencias católico- cristianas, siendo un ejemplo para todos con su espíritu humanista e impecables modales que prescindían de introducción. Mi abuelo, un hombre tremendamente ético, decía ser ‘ateo’; probablemente porque tan sólo conocía el cristianismo (su padre era pastor bautista) y pensaba que la esencia del mismo era un insulto a la capacidad pensante del hombre. Doctor en Ingeniería Eléctrica y profesor de Física, solía comentar que el Universo es demasiado inmenso para ser creado por un ser humano; y que los hombres no somos sino una brizna en lo vasto del cosmos, por lo tanto era imposible científicamente que un ser humano lo hubiera creado. Es muy posible que mis abuelos hayan sido mi primera influencia en mi camino hacia el Islam.

Fuera de ahí, crecí sin religión, aunque pensaba en la muerte con frecuencia. Desde pequeña me gustaban los libros y cuando estaba en la universidad me sumergí en ciertas lecturas que sin duda impactaron mi pensar. Obras de autores como Hermann Hesse, Aldous Huxley, Fyodor Dostoevsky o Carlos Castaneda se hicieron mi pasión; y poetas como Walt Whitman, Khalil Gibran o Rabindranath Tagore despertaron en mí un mar de indagación. Un compañero de clase organizó una conferencia que impartiría una monja sobre un libro que mi mamá me había leído cuando niña, El Pequeño Príncipe del francés Saint Exupéry.

La erudita monja causó en mi tal impacto intelectual con la agudeza de su brillantez que quise aprender más de ella. Y así comencé estudios de la Biblia guiada sólo por un interés literario e historiográfico, no religioso. La fe, sin embargo, terminó embriagando mi corazón, pues un libro como la Biblia tan sólo puede comprenderse a plenitud desde la fe. Con 19 años de edad decidí bautizarme en la iglesia católica. Sentía que era una terrible feligresa ya que no había manera de que ciertos rituales como arrodillarme ante la estatua de ‘Jesús’ o de besarle el pie pudieran convencerme. Mi entrada al cristianismo consiguió satisfacer mi alma sólo hasta cierto punto, pues ese no era sino el comienzo de un largo viaje.

Seguí yendo a la iglesia, pero también empecé a ir a cuanta conferencia me interesara sobre los temas de espiritualidad y religión. Encontré un centro de yoga donde aprendí del hinduismo. De lo que oía, algunas cosas deseché y otras me fascinaban. También entablé estudios rosacruces, una sociedad secreta filosófica ligada a los masones que dicen estudiar el universo y las leyes que lo gobiernan. Mi primera iniciación en esos estudios de ocultismo fue escalofriante por lo que interrumpí mi subscripción. Comprendí luego que muchos de estos ritos invocan oscuras criaturas de mundos no visibles. Seguí no obstante leyendo sobre el tema y continué la práctica del yoga, ejercitando y meditando con regularidad. Estaba obsesionada con todo lo que tuviera que ver con misticismo, religión o esoterismo; y esa misma pasión por conocer me llevó a lecturas y conferencias sobre el cristianismo ortodoxo, el chamanismo, la Cábala, la numerología, el budismo, y también sobre el Islam (el cual me pareció sumamente interesante pero de ahí no pasó ya que nunca había visto a un musulmán).

Hubo un evento en particular, que nunca he podido olvidar. Mientras estudiaba en la universidad de la Habana, la embajada de algún país árabe auspició una exposición de carteles en la Facultad de Periodismo a la que yo asistía. Yo no tenía idea de cuál era el lenguaje de la bella caligrafía en los carteles y quedé ensimismada mirándolos. No les podía quitar los ojos, y pensaba ¡qué fascinante!, ¡ojalá un día llegue a aprender ese idioma! ¡Subhan Alá! Poco sabía yo que estaba haciendo dua (una súplica) a Alá y que tal vez un día me sería concedido. Tal vez ese lenguaje con los que mis ojos y mi cerebro no estaban familiarizados era precisamente el que entendió mejor mi corazón y lo hizo sentir tan atraído.

Emigré a los Estados Unidos y encontré un trabajo a través de una amiga cubana que trabajaba con una musulmana de la India. Empezaría a cuidar de un señor paquistano muy anciano. Su familia no era muy seria con la práctica de la religión pero sí iban los viernes a la mezquita y en la casa rezaban a veces. Esto acrecentó mi curiosidad sobre el Islam y empecé a hacerles múltiples preguntas. La hija del señor me prestaba conferencias grabadas y sermones de maestros islámicos que escuché repetidas veces, dejándome con más preguntas. Un día ella me dijo, “ya no me quedan respuestas para tus preguntas” y me llevó a que conociera a la maestra de Corán que le enseñaba a su hijo los fines de semana. La maestra era una joven turca que dio la bienvenida a mis preguntas y se ofreció a enseñarme el alfabeto árabe, lo que acepté. Tanto ella como un grupo de sus amigas llegaron a convertirse en parte integral de mis días, compartiendo clases semanales de tafsir (exégesis del Corán) y halaqas (discusiones sobre la religión) en sus casas cuando yo ni siquiera me había hecho musulmana.

Yo había seguido asistiendo con menos regularidad a una iglesia católica latina y recuerdo un domingo cuando después de misa me sentí especialmente espiritual a la vez que decepcionada de algunas cosas de la iglesia. Llegué a casa y se apoderó de mí una imperiosa necesidad de apoyar la cabeza contra el suelo al modo de los musulmanes. Me hizo sentir tan bien que comencé a llorar de la emoción sin moverme de aquella posición.

La señora de Pakistán me llevó un día a Jummuah (el sermón del viernes) en la mezquita. Mis estudios sobre el Islam seguían pero me quedaban ciertas preguntas. Mi corazón no estaba en paz con algunos estereotipos e ideas preconcebidas sobre el papel de la mujer en el Islam, pero me daba vergüenza preguntar a las musulmanas que conocía por miedo de ponerlas en una situación embarazosa.

Un día tuve que irme a Filadelfia, que quedaba como a una hora de Allentown donde vivía, a una oficina central de inmigración. Andaba por una acera cuando vi a un hombre de pie junto a una puerta. Estaba vestido a la usanza extranjera, con ropas holgadas y turbante. Le pasé por el lado aparentando no haber notado su presencia pero al caminar algunos metros más decidí regresar sobre mis pasos y dirigirme a él. Al ver que me acercaba dijo tres veces, “sabía que regresarías”. Yo estaba consciente de que era musulmán pero le pregunté por qué vestía así, para entablar conversación. Era preferible preguntarle a este musulmán desconocido la posición del Islam respecto a la mujer que preguntarle a mis amigas. Me habló algunos minutos pero tuvimos que parar pues yo tenía una cita. Me preguntó si me importaba que me mandara cierta información que no tenía consigo de modo que le di mi dirección. Como una semana más tarde recibí por correo unos folletos sobre el Islam en general y sobre el Islam y la mujer tanto en inglés como español. Los leí de principio a fin, y todo un mundo se abrió ante mis ojos. Ya no tenía dudas y a ese punto todo era cuestión de tiempo.

Había compartido casi un año de amistad con varias musulmanas durante el cual ninguna me había pedido que entrara al Islam, y nunca me sentí incómoda entre los musulmanes (sino todo lo contrario). Pero un día la maestra de Corán se decidió por fin a preguntarme, con mucho tacto, qué era lo que estaba impidiéndome hacerme musulmana. Le dije que creía que el Islam era la verdad y que el Corán era el Libro de Dios, pero que yo no estaba lista a ponerme el pañuelo en la cabeza. Yo sentía que si me hacía musulmana e iba a creer en el Corán, tenía que seguir las órdenes que aparecían en el mismo o de otro modo sería una hipócrita. “Si crees con certeza”, me dijo, “es mejor que no lo demores pues nunca sabemos cuándo nos va a llegar la muerte; y si te llega hoy, qué vas a decirle a Alá si sabes que Islam es el camino correcto y no lo aceptas. Es mejor morir siendo una musulmana cometiendo un error, que lo es morir no siendo musulmana”.

El día siguiente, sentí que no debía demorar. Entre en la computadora buscando ‘¿Qué se dice para hacerse musulmán?’. Miré en un par de páginas de internet y lo encontré, las instrucciones fáciles con la transliteración del árabe. Lo imprimí y comencé a leer las palabras magníficas que me hicieron llorar de la felicidad. Estaba sola, y gracias a la Misericordia de Dios era ahora musulmana. Ya llevo de serlo quince años y rezo así morir.